EL ZORRO PROTECTOR

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viernes, 22 de abril de 2011

EL AHIJADO DE LA MUERTE





Un hombre muy pobre tenía doce hijos; y se sacrificaba trabajando día y noche para alimentarlos. Cuando nació su decimotercer hijo, no sabía qué hacer; salió a la carretera y decidió que al primero que pasara le haría su padrino.

*** Y el primero que pasó fue Dios Nuestro Señor. Él ya conocía los apuros del pobre y le dijo: “Hijo mío, me das mucha pena. Quiero ser el padrino de tu último hijito y cuidaré de él para que sea feliz”.

El hombre le preguntó: “¿Quién eres?”

- “Soy tu Dios”.

- “Pues no quiero que seas padrino de mi hijo, porque tú das mucho a los ricos y dejas que los pobres pasemos hambre”.

Así contestó el hombre al Señor, porque no alcanzaba a comprender cuán sabiamente reparte Él la riqueza y la pobreza; y el desgraciado se apartó de Dios y siguió su camino.

*** Se encontró luego con el diablo, que le preguntó: “¿Qué buscas? Si me escoges para padrino de tu hijo, le daré riquezas y placeres en abundancia”.

El hombre preguntó: “¿Quién eres tú?”

- “Soy el demonio”.

- “No, no quiero que seas el padrino de mi niño, pues siempre engañas a los hombres y los conduces a su perdición”.

*** Siguió andando, y se encontró esta vez con la muerte, que estaba flaca y escuálida;

y la muerte le dijo: “Quiero ser madrina de tu hijo”.

- “¿Quién eres?”

- “Soy la muerte, que hace iguales a todos los hombres”.

Y el hombre dijo: “Tú eres justo lo que quiero; tú te llevas a los ricos igual que a los pobres, sin hacer diferencias. Serás la madrina”.

La muerte dijo entonces: “Yo haré rico y famoso a tu hijo; porque quien me tiene como amiga no puede fracasar”.

Y el hombre dijo: “El próximo domingo será el bautizo; no dejes de estar a tiempo”.

Dicho y hecho, la muerte vino como había prometido y se hizo madrina.



*** El niñito creció y se hizo un muchacho; y un día, su madrina entró en la casa y le dijo que la siguiera. Llevó al chico a un bosque, le enseñó una planta que crecía allí y le dijo: “Voy a darte ahora mi regalo de madrina: te haré un médico famoso. Cuando te llamen a visitar un enfermo, me encontrarás siempre al lado de su cama. Si estoy a la cabecera, podrás asegurar que le curarás; le darás esta hierba y se pondrá bueno. Pero si me ves a los pies de la cama, el enfermo me pertenecerá, y tú dirás que no tiene remedio y que ningún médico le podrá salvar. No des a ningún enfermo la hierba contra mi voluntad, porque si así lo hiciéreis lo pagaréis caro”.



*** No transcurrió mucho tiempo y el muchacho era ya un médico famoso en todo el mundo. La gente decía: “Es un gran médico. Sólo con ver a un enfermo puede afirmar si se curará o no”. Y la gente acudía a él de todas partes y le llamaban para que fuera a visitar a los enfermos, y le daban mucho dinero, así que se hizo rico muy pronto. Entonces ocurrió que el rey se puso malo. Llamaron al médico famoso para que dijera si lo podía curar; pero en cuanto se acercó al rey, vio que la Muerte estaba a los pies de la cama. Allí ninguna hierba en el mundo podía valer. Y el médico pensó: “¡Si yo pudiera engañar a la Muerte siquiera una vez! Claro que lo tomará a mal, pero como soy su ahijado, puede que se haga de la vista gorda. Me arriesgaré ”. Entonces, invirtió la posición del rey en la cama de tal modo que la Muerte se quedó del lado de la cabeza; luego le dio la hierba y el rey se recuperó y sanó. Pero la Muerte visitó al médico muy enfadada, le amenazó con el dedo y dijo: “¡Me has tomado el pelo! Por esta vez, te lo perdono, porque eres mi ahijado; pero como lo vuelvas a hacer, a ti me llevaré”.



*** Al poco tiempo, la hija del rey enfermó severamente. Era hija única, y su desesperado padre estaba casi ciego de tanto llorar. Mandó decir que al que salvara a su hija le casaría con ella y le haría su heredero al trono. El médico, al entrar en la habitación de la princesa, vio que la Muerte estaba a los pies de la cama. El muchacho debió haber recordado la advertencia de su madrina, pero la gran belleza de la princesa y la perspectiva de casarse con ella le trastornaron tanto que se desechó a todos los pensamientos. No vio las miradas encolerizadas que le lanzaba la Muerte, ni cómo le amenazaba con el puño cerrado: cogió en brazos a la princesa y la puso con los pies en la almohada y la cabeza a los pies, le dio la hierba mágica, y al poco rato la cara de la princesa dejó su tono pálido y el hálito de vida regresó.



*** Y la Muerte, furiosa porque la habían engañado otra vez, fue a grandes zancadas a casa del médico y le dijo:

“¡Estás acabado! ¡Ahora te llevaré a ti!”

Le agarró con su mano fría con tanta fuerza, que el infeliz muchacho no se podía resistir, y se lo llevó a una cueva. Y el médico vio allí miles y miles de luces, filas de velas que no se acababan nunca; unas velas eran grandes, otras medianas y otras pequeñas. Y cada momento unas se apagaban, y otras se estaban encendiendo otra vez; era como si las lucesitas estuvieran brincando a su alrededor.

La Muerte le dijo: “Mira, esas velas que ves son las vidas de los hombres. Las grandes son las vidas de los niños; las medianas son las vidas de los cónyuges en sus mejores años, y las pequeñas las de los ancianos. Pero hay incluso niños y jóvenes que no tienen más que una pequeña velita ”.

- “¡Dime cuál es mi luz!” —dijo el médico, pensando que era todavía una vela muy grande.

Y la Muerte le enseñó un trocito de vela, casi consumido: “Ahí la tienes”.

- “¡Ay, madrina mía!, - dijo el horrorizado médico-, ¡Enciéndeme una luz nueva! ¡Por favor, hazlo por mí! ¡Mira que todavía no he disfrutado de la vida, que me van a hacer rey y me voy a casar con la princesa!”

- “No puedo” —dijo la Muerte. “No puedo encender una luz mientras no se haya apagado otra”

- “¡Pues enciende una vela nueva con la que se está apagando!” —suplicó el médico.

La Muerte hizo como si fuera a complacerle; llevó una vela nueva y larga. Pero como quería vengarse, a sabiendas tiró el trocito de vela al suelo, y la lucecita se apagó. Y en el mismo momento, el médico se cayó al suelo, y dio a parar en manos de la Muerte.

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